domingo, 1 de diciembre de 2013
Las pequeñas cosas son las que más me hacen pensar.
Sé que es así, pero o soy yo que soy muy antigua y muy perroflauta o el hecho de que ayer una niña que apenas alcanzaba los diez años llevara un iphone (de su propiedad, mama llevaba otro, fundas de purpurina que te dejaban ciegas ambas) me escandalizó, y es que sigo sin entender que ritmo está tomando el mundo si una niña que no levanta dos palmos del suelo necesita llevar un móvil de unos seiscientos euros para estar al tanto de todito todo lo que pasa en el mundo. Y es que el globo terráqueo gira muy deprisa si nos damos cuenta, si nos fijamos de que estar con nueve años y no tener Whatsapp es un auténtico castigo para nuestros niños. Y reflexioné, sin cadenas, sin prohibiciones, sin ondas móviles que pudieran leer lo que pensaba, y me adentré en mi propio estado de indignación en el que se le regala a un niño lo mejor de lo mejor (política que prima en este país, enseñar a los demás lo que tengo para ser mejor que nadie) y sin embargo negarle un euro a negro porque "la cosa esta muy mal" girar la vista a un pobre tirado en una acera que pide dinero mientras tu le mandas un mensaje a alguien con la inteligencia de un canario. Y así acaban nuestros hijos, nuestros sobrinos, nuestros alumnos, nuestros vecinos... Niños metidos en sus móviles, en su mundo, en sus gastos, en su ropa, sin saber lo que pasa más allá de su twitter, de su iphone... Sin importarle que con el dinero del aparatejo en cuestión comerían y pasarían el mes muchos, cuando siguen sin levantar la vista de sus teléfonos mientras no conocen la existencia de aquellos que existen más allá de las pantallas.
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